Haití duele, encoleriza, entristece
Leticia Martínez Hernández y (Fotos) Juvenal Balán, enviados especiales
Puerto Príncipe, Haití. Nunca en mi vida imaginé ver algo así, el dolor es inmenso. Ya me habían alertado: Periodista, póngase fuerte que aquello es desolador. Pero ni el peor de los ejemplos alcanzó para atrapar la definición exacta de este pedazo de tierra, vapuleada una y otra vez. El Haití que hoy descubren mis ojos duele, encoleriza, entristece...
La primera imagen es la de un aeropuerto abarrotado, de un lado a otro van los bultos y pacas "salvadoras", también militares armados hasta los dientes. Y mientras decenas de personas intentan mover a prisa las enormes cargas, que arriban de infinidad de lugares pero que demoran en llegar hasta quienes las urgen, otros tantos aviones surcan el cielo haitiano esperando poder aterrizar.
Después de muchas horas de esperas y sobrevuelos, pudimos llegar a esta tierra martirizada. A la salida del aeropuerto internacional Toussaint Louverture, una avalancha de hombres agarrados de las cercas pide ayuda desesperada. En lo que quedó de sus casas, en el quimbo improvisado o en las calles, les espera una numerosa familia que clama por agua y alimentos. A la vista de estos haitianos están las cajas con la ayuda, en sus pechos el cañón de los militares.
El dolor comienza allí, se expande y no encuentra fin. Miles de personas caminan de un lado a otro por las devastadas calles de Puerto Príncipe, la sombra del terremoto camina con ellos, y con cada réplica se levanta también el ensordecedor grito de los casi tres millones de personas que sufren hoy en la capital de Haití. Familias enteras deambulan cogidas de las manos y con las espaldas llenas de bultos, con celo cuidan lo que el terremoto les dejó. No faltan en el cargamento los potes vacíos que esperan repletar de agua. Los que ya la consiguieron bañan a sus pequeños a la intemperie, cada gota del preciado líquido que vierten sobre los niños la acumulan luego en viejas vasijas y la vuelven a reciclar.
Los caminos están entorpecidos por montañas de escombros, también por cuerpos sin vida. La hinchazón de los miembros y el hedor insoportable hacen aún más grotesco el escenario haitiano, no parece esta una ciudad real, una capital de este siglo "civilizado". Las imágenes que Haití muestra este enero del 2010, rozarían la ficción si detrás de ellas no estuviera el sufrimiento irresistible y quizás interminable de millones de haitianos.
Los cuerpos, algunos tapados con sábanas, otros descubiertos sin compasión, se acumulan unos encima de otros. Si horas atrás a sus pies lloraban los familiares, hoy tienen que conformarse con decirles adiós, quemarlos e intentar sobrevivir. Como aquel señor en moto y cargado de trastos que al ver la bandera cubana pegada en el cristal del vehículo que nos trasladaba, gritó por la ventana: "Cubanos, mucho dolor, perdí a mi esposa y mis trece hijos". Pero enseguida siguió a toda velocidad pues un camión, proveniente de la vecina República Dominicana, comenzaba a repartir comida. Entonces empieza para él la ley del más fuerte, mientras fuerzas de la ONU intentan mantener el orden en torno al vehículo, casi en zafarrancho de combate.
No hay el más mínimo espacio en los parques, estadios y descampados. Allí se arremolinan unos contra otros buscando cabida para montar, con palos y pocas sábanas, el quimbo que los protegerá del tremendo sol. Algunos de ellos ya no tienen casas, pero a muchos los invade el miedo de regresar a sus hogares o las ruinas de ellos y que se repita el temblor que sumió al país en el caos. Allí duermen, comen, se bañan, evacuan sus necesidades fisiológicas...
Cientos de edificaciones de la ciudad de Puerto Príncipe están en el piso, pareciera como dijo Fidel en sus Reflexiones, que una potente bomba cayó y arrasó. Pero lo cierto es que la naturaleza, indignada por la depredación de los más ricos, se ensaña con los más pobres. Están hoy en el piso casi todos los ministerios, mercados, escuelas, hospitales, iglesias, casas... hasta el simbólico Palacio Nacional, sede de la Presidencia, está hecho añicos. Aun cuando ya se empiezan a contabilizar los muertos, ninguna cifra será real mientras no quede limpia la ciudad, pues debajo de tantos escombros se presumen incontables los fallecidos. La situación en Haití está hoy lejos de resolverse.
Y aunque la ayuda llegue, si no se organiza un sistema que engrane cada pieza, la recuperación continuará siendo tardía. Pero más allá de resolver el problema inmediato de comer o beber, Haití necesita lograr desarrollarse, pues como le escuché a alguien decir acá: "No necesitamos peces, necesitamos aprender a pescar y necesitamos tener las herramientas para pescar".
Ya cae la noche en Haití, a lo lejos el llanto continúa. Mientras, nuestros galenos continúan atendiendo sin descanso. Los campamentos habilitados para prestar ayuda médica parecieran la salvación de los sufridos haitianos. En brazos, carretillas, bicicletas, parihuelas... llegan los heridos por decenas. De la entrega de nuestros médicos, Granma continuará reportando.
Historia de un IL-18, que insistió y entró
Más de dos días necesitaron los tripulantes del carguero IL-18 de Aerocaribbean, para tocar suelo haitiano. Llevaban 8.4 toneladas de medicamentos, utensilios médicos, comida, agua, casas de campañas y avituallamiento. Pero las difíciles condiciones del aeropuerto internacional de Haití les imposibilitaban entregar la carga.
Luego de dos intentos para salir del aeropuerto Antonio Maceo de Santiago de Cuba, el tercero pareció definitivo, la orden de despegar y el permiso para aterrizar presuponían el cumplimiento de la misión. Pero luego de casi dos horas sobrevolando la capital haitiana en espera de poder descender, el combustible comenzó a escasear. La orden de regresar a Santiago tuvo que ser dada, no sin antes lamentar el fracaso.
Pero a las 5 de la madrugada de ayer volvían los capitanes Víctor Valdés y Emilio Hernández, a despegar de suelo cubano con destino a Haití. En esta ocasión el sobrevuelo fue por más tiempo, casi daban las 10 de la mañana cuando entraba al Toussaint Louverture la nave Palmiche (así le decía la tripulación al avión por el apellido de uno de sus capitanes, en recordación también al legendario Elpidio). ¡Ahora sí la misión esta cumplida!, dijeron a gritos los tripulantes y chocaron sus manos. En tierra los aguardaban desesperados.
Puerto Príncipe, Haití. Nunca en mi vida imaginé ver algo así, el dolor es inmenso. Ya me habían alertado: Periodista, póngase fuerte que aquello es desolador. Pero ni el peor de los ejemplos alcanzó para atrapar la definición exacta de este pedazo de tierra, vapuleada una y otra vez. El Haití que hoy descubren mis ojos duele, encoleriza, entristece...
La primera imagen es la de un aeropuerto abarrotado, de un lado a otro van los bultos y pacas "salvadoras", también militares armados hasta los dientes. Y mientras decenas de personas intentan mover a prisa las enormes cargas, que arriban de infinidad de lugares pero que demoran en llegar hasta quienes las urgen, otros tantos aviones surcan el cielo haitiano esperando poder aterrizar.
Después de muchas horas de esperas y sobrevuelos, pudimos llegar a esta tierra martirizada. A la salida del aeropuerto internacional Toussaint Louverture, una avalancha de hombres agarrados de las cercas pide ayuda desesperada. En lo que quedó de sus casas, en el quimbo improvisado o en las calles, les espera una numerosa familia que clama por agua y alimentos. A la vista de estos haitianos están las cajas con la ayuda, en sus pechos el cañón de los militares.
El dolor comienza allí, se expande y no encuentra fin. Miles de personas caminan de un lado a otro por las devastadas calles de Puerto Príncipe, la sombra del terremoto camina con ellos, y con cada réplica se levanta también el ensordecedor grito de los casi tres millones de personas que sufren hoy en la capital de Haití. Familias enteras deambulan cogidas de las manos y con las espaldas llenas de bultos, con celo cuidan lo que el terremoto les dejó. No faltan en el cargamento los potes vacíos que esperan repletar de agua. Los que ya la consiguieron bañan a sus pequeños a la intemperie, cada gota del preciado líquido que vierten sobre los niños la acumulan luego en viejas vasijas y la vuelven a reciclar.
Los caminos están entorpecidos por montañas de escombros, también por cuerpos sin vida. La hinchazón de los miembros y el hedor insoportable hacen aún más grotesco el escenario haitiano, no parece esta una ciudad real, una capital de este siglo "civilizado". Las imágenes que Haití muestra este enero del 2010, rozarían la ficción si detrás de ellas no estuviera el sufrimiento irresistible y quizás interminable de millones de haitianos.
Los cuerpos, algunos tapados con sábanas, otros descubiertos sin compasión, se acumulan unos encima de otros. Si horas atrás a sus pies lloraban los familiares, hoy tienen que conformarse con decirles adiós, quemarlos e intentar sobrevivir. Como aquel señor en moto y cargado de trastos que al ver la bandera cubana pegada en el cristal del vehículo que nos trasladaba, gritó por la ventana: "Cubanos, mucho dolor, perdí a mi esposa y mis trece hijos". Pero enseguida siguió a toda velocidad pues un camión, proveniente de la vecina República Dominicana, comenzaba a repartir comida. Entonces empieza para él la ley del más fuerte, mientras fuerzas de la ONU intentan mantener el orden en torno al vehículo, casi en zafarrancho de combate.
No hay el más mínimo espacio en los parques, estadios y descampados. Allí se arremolinan unos contra otros buscando cabida para montar, con palos y pocas sábanas, el quimbo que los protegerá del tremendo sol. Algunos de ellos ya no tienen casas, pero a muchos los invade el miedo de regresar a sus hogares o las ruinas de ellos y que se repita el temblor que sumió al país en el caos. Allí duermen, comen, se bañan, evacuan sus necesidades fisiológicas...
Cientos de edificaciones de la ciudad de Puerto Príncipe están en el piso, pareciera como dijo Fidel en sus Reflexiones, que una potente bomba cayó y arrasó. Pero lo cierto es que la naturaleza, indignada por la depredación de los más ricos, se ensaña con los más pobres. Están hoy en el piso casi todos los ministerios, mercados, escuelas, hospitales, iglesias, casas... hasta el simbólico Palacio Nacional, sede de la Presidencia, está hecho añicos. Aun cuando ya se empiezan a contabilizar los muertos, ninguna cifra será real mientras no quede limpia la ciudad, pues debajo de tantos escombros se presumen incontables los fallecidos. La situación en Haití está hoy lejos de resolverse.
Y aunque la ayuda llegue, si no se organiza un sistema que engrane cada pieza, la recuperación continuará siendo tardía. Pero más allá de resolver el problema inmediato de comer o beber, Haití necesita lograr desarrollarse, pues como le escuché a alguien decir acá: "No necesitamos peces, necesitamos aprender a pescar y necesitamos tener las herramientas para pescar".
Ya cae la noche en Haití, a lo lejos el llanto continúa. Mientras, nuestros galenos continúan atendiendo sin descanso. Los campamentos habilitados para prestar ayuda médica parecieran la salvación de los sufridos haitianos. En brazos, carretillas, bicicletas, parihuelas... llegan los heridos por decenas. De la entrega de nuestros médicos, Granma continuará reportando.
Historia de un IL-18, que insistió y entró
Más de dos días necesitaron los tripulantes del carguero IL-18 de Aerocaribbean, para tocar suelo haitiano. Llevaban 8.4 toneladas de medicamentos, utensilios médicos, comida, agua, casas de campañas y avituallamiento. Pero las difíciles condiciones del aeropuerto internacional de Haití les imposibilitaban entregar la carga.
Luego de dos intentos para salir del aeropuerto Antonio Maceo de Santiago de Cuba, el tercero pareció definitivo, la orden de despegar y el permiso para aterrizar presuponían el cumplimiento de la misión. Pero luego de casi dos horas sobrevolando la capital haitiana en espera de poder descender, el combustible comenzó a escasear. La orden de regresar a Santiago tuvo que ser dada, no sin antes lamentar el fracaso.
Pero a las 5 de la madrugada de ayer volvían los capitanes Víctor Valdés y Emilio Hernández, a despegar de suelo cubano con destino a Haití. En esta ocasión el sobrevuelo fue por más tiempo, casi daban las 10 de la mañana cuando entraba al Toussaint Louverture la nave Palmiche (así le decía la tripulación al avión por el apellido de uno de sus capitanes, en recordación también al legendario Elpidio). ¡Ahora sí la misión esta cumplida!, dijeron a gritos los tripulantes y chocaron sus manos. En tierra los aguardaban desesperados.
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